#LiveReview: The Cult "La Eterna Crudeza de la Vieja Escuela"


Más de tres décadas de espera llegaron a su fin. Luego de dos intentos fallidos, por fin pudimos ser testigos del debut en suelo nacional de una institución de todo lo que significa Rock duro ‘con pelotas’ y sin apellidos, crudo y potente. The Cult, luego de muchos años de espera y frustraciones, nos trajo un set que rescata tres décadas del mejor Hard Rock de todos los tiempos, dejando en claro, al mismo tiempo que esto no se trata de mera nostalgia, sino más bien una cátedra de Rock n’ Roll a la usanza de la ‘Vieja Escuela’, donde priman los riffs de alto octanaje y la actitud en escena que encarna el enigmático Ian Astbury, un tipo que, pese a su característica estampa intimidante, dejó en claro que no hay excusas cuando se trata de brindar un espectáculo de primer nivel y hacer sentir su presencia como toda una leyenda, no de las que viven del pasado, sino de las que te recuerdan que el Rock genuino no conoce de etapas ni modas.


 A eso de las 20 horas –30 minutos antes de lo anunciado oficialmente, para sorpresa de muchos-, los nacionales de The Ganjas se encargaron de abrir los primeros fuegos gracias a su propuesta repleta de psicodelia, fuzz, y una actitud sobre el escenario que llama, simplemente, a dejarlo fluir todo. Con más de 15 años de trayectoria, a los liderados por el guitarrista Samuel Maquieira –Yajaira, Wild Parade-, les bastó media hora para dejarnos listos para lo que se venía después. No es para menos cuando hay trabajo y recorrido en una agrupación cuyo sonido se te incrusta en la médula al punto de sumergirte en un trance sensorial y cuya naturaleza rockera adquiere diversas transformaciones sin necesidad de sacrificar en absoluto su esencia lisérgica.


 Poco después, a eso de las 21:30, las luces del recinto se apagan y con la intro de la banda sonora del clásico animé “Ghost In The Shell”, aparecen sobre el escenario el eximio baterista John Tempesta –dueño de un currículum que incluye a Exodus, Testament, White Zombie, el mismo Rob Zombie en solitario y un extenso etcétera por haber-, el tecladista y guitarrista Damon Fox –la mente maestra de los norteamericanos Bigelf, banda con la que debutó en nuestro país en 2010 abriendo para Dream Theater- y el bajista australiano Grant Fitzpatrick. Y tras ellos, la incombustible dupla conformada por el mencionado Ian Astbury -13 años después de su debut en nuestro país como la “reencarnación” del eterno Jim Morrison junto a la versión ‘siglo XXI’ de The Doors, era necesario que se hiciera justicia a SU carrera por estos rumbos- y el bueno de Billy Duffy, un guitarrista que, luego de más de tres décadas, aún le saca fuego y gemidos de placer a su guitarra, al más puro estilo del supremo Dios de la guitarra Jimmy Page. El arranque con “Wild Flower” no tardó en desatar la fiesta al interior de un recinto que, pese a la baja concurrencia –el sector platea solo registro concurrencia en su división baja-, el público terminó multiplicándose ante tamaña descarga de Rock electrizante y con el voltaje al máximo. Como dato, “Wild Flower” es el corte que también abre el fundamental Electric, la placa maestra de los de Yorkshire y que, por estos días, cumple treinta años exactos. Por lo tanto, imposible no sumarse a esta celebración, con las guitarras flameantes de Billy Duffy, y la voz sensual y agresiva de Ian Astbury erigiéndose como protagonistas por sobre cualquier aditivo innecesario. Poco después, vendría un bombazo de aquellos, la colosal “Rain”, con el público apropiándose de su coro con puño en alto, mientras un alborozado Astbury se despachaba un trabajo vocal que, a sus 55 años, llega a ser admirable por su solidez, siempre respaldada por una puesta escénica que seduce no solo a nivel físico, sino también por una actitud que ya se quisieran otros colegas y compañeros de mil batallas en la carretera.


Poco después del arrollador inicio, llegaría el turno de “Dark Energy”, corte perteneciente a su trabajo más reciente, el aclamado Hidden City (2016), prueba irrefutable de que, si bien los clásicos rigen, siempre será un placer apreciar el presente de una agrupación que se mantiene en forma hasta hoy. El repaso por Electric vuelve de la mano de “Lil’ Devil” y el groove pendenciero de “Peace Dog”, este último con un coro que te dejan con ganas de plantarle un puñetazo en la cara a quien sea que busque joderte la existencia. A esas alturas, la fiesta ya estaba en su punto más álgido y The Cult lo refrenda a su manera: con garra, calidad y un trabajo escénico que, luego de tres décadas y más, sigue impartiendo enseñanza en lo que refiera pararse sobre el escenario y demostrar de qué están hechos sin ninguna intención oculta. Escalofriante por donde se le mire, al menos para quienes esperábamos a los británicos durante años, superando todas las expectativas tanto de fans como de la misma prensa.


 Entre clásicos y material reciente, la inclusión de “Rise” –original del subvalorado Beyond The Good and Evil (2001), un excelente trabajo aunque algo olvidado en el tiempo- en el set constituyó un acierto cuando se trata de revisitar aquellos momentos en los que The Cult se mantuvo vigente sin terminar como una parodia de su pasado, como fue el caso de muchas agrupaciones que quedaron atrapadas en una época determinada hasta terminar como una mala copia de sí mismas. Tan acertado como lo es intercalar tesoros enterrados bajo la arena del tiempo con himnos de la talla de “Nirvana”, uno de los tantos momentos en los que imperó el karaoke rockero con el cual The Cult dejó en claro que su status de ‘referente’ no es por mera casualidad ni producto del marketing. Y aquello se acentúa mucho más con “Birds Of Paradise” y “Deeply Ordered Chaos”, ambos cortes extraídos del actualmente promocionado Hidden City. Gran parte del éxito a nivel de crítica de la mencionada placa se traduce en una interpretación repleta de calidad y mística, con un Ian Astbury a quien los años solo le dan arrugas pero aún no consiguen hacer mella en esa juventud que destila en su desempeño escénico. Para qué hablar de su trabajo vocal, impecable e inspirada sin necesidad de recurrir a mucho esfuerzo. Mención similar para Billy Duffy, cuya marca registrada debiera ser declarada NO APTA para los fariseos del virtuosismo y los seguidores de la guitarra como un “deporte” en el cual gana quien logra dominar todas las escalas existentes y por haber, y tocar 98303802 notas por segundo. Como citamos anteriormente, la influencia de Jimmy Page –en realidad, Led Zeppelin es una influencia universal por sí misma- se siente de manera natural y adquiere, durante varios pasajes, dimensiones gigantescas gracias a su vibra repleta de peso y lujuria. ¿Cuántos guitarristas son capaces de sacarle gemidos de placer a su instrumento hasta el orgasmo? El originario de Manchester, incluso con solo tocar una nota, expone todas sus credenciales como genio de las seis cuerdas a su manera. Menos es más aquí y donde sea.


Luego del breve pero efectivo recorrido a través de lo más reciente, volvemos con todo a los clásicos, de la mano de la zeppeliana “The Phoenix”, con el recinto convertido en una pista de baile. Un placer para el alma contemplar la figura de Ian Astbury dictando cátedra de actitud cuando se trata de animal a un público bajo en concurrencia pero que respondió con creces ante lo que ocurría sobre el escenario. Y si hablamos de protagonismos compartidos, “Sweet Soul Sister” es de esos momentos para enmarcar en la memoria: los fans saltando y navegando sobre un mar de gente en la cancha, a la vez que el coro caía como un martillo sonoro, con el público acompañando y coreando con puño en alto como si fuera la última canción de la vida. Imposible describir con exactitud el nivel de entrega y comunión generados en vivo, donde la edad solos e reduce a estadística cuando impera un solo sentimiento. Sí, el Rock n’ Roll es sentimiento más allá de la música y The Cult en vivo es la evidencia irrefutable de aquello. Para el cierre del set, una arrolladora versión de “She Sells Sanctuary”, con los fans coreando su perenne melodía principal incluso una vez finalizada su interpretación. Y su hubiese que medir la pasión por el Rock basándonos en una canción como parámetro principal, “She Sells Sanctuary” en vivo refleja lo que realmente es el Rock sobre y abajo del escenario: pasión y entrega irrefrenables, más aún cuando la actitud se siente en la música y el despliegue de cada componente para darle forma y peso a esta máquina infernal llamada The Cult. Poco después llegaría “Fire Woman”, un monumento a los placeres y peligros de la carne con que los ingleses le gritan al mundo, desde sus inicios, que el espíritu de la Vieja Escuela está vivo y presente tanto en la música como en quienes la iviven y la interpretan a su manera. Fogoso, intenso, punzante. Rock n’ Roll a la médula, como corresponde. Ayer ahora y siempre. Glorioso y siempre instintivo.


Si bien Astbury y Duffy se erigen como protagonistas indiscutidos, también es necesario destacar el trabajo de capos como John Tempesta, un baterista todo terreno y cuyo currículum ‘metalero’ le hace un gran favor a la banda como parte de la base rítmica compuesta junto al bajista Grant Fitzpatrick, este último sobrio en escena pero efectivo cuando se trata de dominar las bajas frecuencias con esa simpleza que lo hace un maestro. Y qué decir del bueno de Damon Fox, uno que tanto en la guitarra rítmica como en los teclados brinda un tremendo aporte al camaleónico y clásico sonido con que The Cult se erige como un monumento al Hard Rock químicamente puro.

Para empezar la recta final, la adrenalina riffera de la clásica “King Contrary Man” y el fructífero presente reflejado en “G.O.A.T.” se intercalan de manera natural, como si ambas hubiesen sido procreadas en la misma época sin perder un ápice de su frescura. Y como broche de oro, el himno máximo de los ingleses y de todo el Rock duro hasta hoy, la emblemática “Love Removal machine”, con el público desatando la voraz centrífuga humana en su sección final. Cierre perfecto para 90’ de Rock n’ Roll “a la antigua”, con las pelotas puestas y sin ningún edulcorante que altere su esencia.


   Hay bandas que fueron hechas para tocar en estadios y llenarlos en base a toneladas de pirotecnia y pantallas LED gigantes pero, sin nada de aquello, solo se reducen a una mala copia de sí mismas apelando a la nostalgia y el relleno, con insufribles y largas horas de “espectáculo”. En el caso de The Cult, el Rock n’ Roll es una actitud que solo requiere de dos cosas: actitud y pelotas, ambas respaldadas por la categoría interpretativa de sus componentes, en especial por parte de la dupla Astbury/Duffy, una pareja a la altura de Page/Plant, Jagger/Richards, Simmons/Stanley, Blackmore/Dio y todo aquello que encarna con fidelidad el concepto de ‘Duo Dinámico’ en el Rock. Electrizante, crudo, glorioso, eterno. Se extrañó material de Dreamtime (1984), la ópera prima de los ingleses –documento imprescindible para los fans de sus inicios ligados a la New Wave y el Post-Punk-, pero las quejas no tienen razón de ser ante lo presenciado y vivido. Lo ocurrido anoche en el Teatro Caupolicán fue más que un sueño hecho realidad para quienes realmente vibramos y lloramos con el Rock. La Vieja Escuela sigue impartiendo cátedra y a su manera. El culto al auténtico Rock duro quizás no da para “llenar estadios” –a menos que seas AC/DC o The Rolling Stones-, obvio-pero sí para recordarnos el por qué estamos aquí y que el género al que tanto amamos va mucho más allá de cualquier cliché. The Cult es la clara prueba de que el Rock no ha muerto como aseguran algunos por ahí y está tan vivo como tú, yo o quien sea que esté leyendo esta reseña en estos momentos.

Escrito por: Claudio Miranda
Fotos por: Diego Pino


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