Locura,
decadencia, excesos, humor, pasión, hambre. Sensaciones que se nos vienen a la
mente cada vez que nos referimos a la figura de John Michael Osbourne, un tipo
con casi 70 años que ha sobrevivido a todo, incluyendo a sus propios demonios
dentro y fuera del Rock n' Roll. Y lo ocurrido anoche en un repleto Movistar
Arena puede ser denotado como el reflejo de un éxito impensado a principios de
los '70, cuando Black Sabbath, la
banda con la que se hizo de inmediato un nombre mediático -aunque sin la misma
repercusión posterior-, aterrorizaba y e impactaba a toda una generación que
veía en la música de los de Birmingham un acto de invocación demoníaco. Sería a
partir de los '80 cuando el 'Madman' terminaría por pulir una reputación que lo
inmortalizaría como símbolo máximo de los excesos del Rock, la extravagancia
visual del Metal y, lo más importante, inspiración para millones que lo
levantaron como un héroe, sin importar en absoluto las críticas por parte de
sus detractores más duros. Y su sexta visita a nuestro país -contando las dos
anteriores con los 'Sabs'- grafica al detalle la pasión que despierta en su
fanaticada incondicional, aquella que, pese al cambio de recinto, respondió con
esa devoción que despiertan los de la misma estirpe de Ozzy: la de quienes
sabían que el hambre, en determinadas ocasiones, refuerza el talento en doble
proporción.
Con
imágenes del propio Osbourne en sus distintas épocas -desde la ternura de la
niñez hasta la mirada desquiciada que lo haría un ícono de la cultura pop,
toido en una pantalla coronada por una gigantesca cruz- y la intro "O
Fortuna", el riff de "Bark At The Moon" bastaría para prender
fuego el escenario, con un Ozzy sobrellevando el desgaste vocal con esa
personalidad que raya entre lo hilarante y lo esquizoide. Zakk Wylde, un
guitarrista que no solo secunda al 'Madman' en presencia y aporte vocal, sino
también dejando en claro que su dominio en las seis cuerdas se mantiene igual
de electrizante que en sus tiempos mozos. En cuanto a la base rítmica, un justo
poder apreciar el peso que Rob Blasko y Tommy Clufetos aportan a la banda,
machacando todo a su paso y siempre firmes marchando hacia adelante.
Completando el equipo, un sobrio pero siempre presente Adam Wakeman -el hijo
menor del maestro Rick Wakeman, el tecladista histórico de Yes- aportando con las atmósferas sonoras con que el apodo de 'Príncipe
de las Tinieblas 'adquiere un sentido real, mucho más allá del cliché y la
publicidad de por medio.
El
aura siniestra y barroca de "Mr Crowley" y el ataque implacable de
"I Don't Know" continúan el primer tramo con una frescura única,
dejando en claro que tanto Ozzy como sus secuaces se erigen como representantes
de un género que se resiste a morir en la nostalgia. Y es que el ojo de Osbourne
al momento de elegir a sus músicos, pese a la caricatura dibujada por los
medios, siempre ha sido infalible, sobretodo adportas de cumplir las 7 décadas.
No se explica de otra forma la calidad del sonido logrado en vivo, siempre
aplastante y con la fuerza suficiente como para derribar una arena y, por qué
no, un estadio completo. La primera cita a Black
Sabbath con "Fairies Wear Boots" termina por corroborar aquella
teoría, con la clase propia de los grandes que se rompieron el lomo antes del
estrellato.
Si acaso hubo un protagonista indiscutido, con
el permiso del propio Ozzy, Zakk Wylde es el hombre. Desde la muralla
guitarrera de "Suicide Solution", hasta una versión con tintes
cósmicos de "War Pigs", pasando por una de las más celebradas de la
noche: "No More Tears", corte que da título a su trabajo del '91 y
cantada a todo pulmón en todo el recinto. Y si el electrizante solo del blondo
guitarrista sacaba llamaradas, el medley instrumental "Miracle Man/Crazy
Babies/Desire/Perry Mason" no haría más que dejarnos rendidos ante tamaña
muestra de virtuosismo, actitud y pasión. Sublime momento, con un Zakk literalmente
poseído, emulando a Jimi Hendrix como si la vida se le fuera aquello en tamaña
metamorfosis. A esas alturas, nos queda más que claro que, pese a la breve
incursión de Gus G en su puesto hace unos años, el músico con aspecto de
'berserker' es irremplazable. No basta ser solo el guitarrista, también hay que
derramar sangre en cada nota, si es necesario.
Otro
que destacó por sus propios méritos fue Tommy Clufetos, un baterista que
aporrea los tarros con una fuerza casi sobrehumana. Tal como en el caso de Zakk
Wylde, un ejemplo gráfico sobre lo que significa tocar un instrumento con la
sangre hirviendo y, a la vez, aportando a la música, como quedó demostrado en
sus dos visitas anteriores como parche de Black
Sabbath. Y fueron esos golpes los que se sintieron tanto en su solo de
batería como en el comienzo de "Flying High Again" -por primera vez
en la gira actual-, pasaje extraído del supremo "Diary Of A Madman" y con el cual nos damos cuenta
de que el repertorio sería un recorrido por casi todo el catálogo discográfico
de Ozzy en su faceta solista. Porque de 1981 saltamos 5 años más tarde la época
más controversial del 'Madman', de la mano de de "Shot In The Dark",
en una versión mucho más pesada y venenosa que la original en estudio incluida
en "The Ultimate Sin".
Concluyendo el set regular, la rebeldía volcánica de "I Don't Want To
Change The World" y la fiesta de los eternos inadaptados con "Crazy
Train", suficiente como para recordarnos el carácter de 'fiesta' con que
Ozzy nos invita a compartir su propia gloria, alcanzada luego de casi cinco
turbulentas décadas luchando contra todo y contra todos. Y para el final, una
dupleta con proporciones transversales, incluso fuera de lo estricto del
Rock/Metal: la lacrimógena "Mama, I'm Coming Home" -el momento
romanticoide de la noche, para algunas parejas presentes- y una que ni siquiera
necesita ser presentada: "Paranoid", con un alborozado Ozzy
interactuando con el público mediante un dominio escénico que va más allá de la
decadencia que personifica como nadie en el mundo. Puede que sea la última,
puede que no. El mismo 'Madman' aclara con firmeza, en algún momento de la
presentación, que volverá pronto y, por ende, esto no será el final. De todas
maneras, y anteponiéndonos en el peor de los casos, solo queda darle las
gracias por mostrarnos, a través de la música, las ventajas de la locura como
un estilo de vida que solo unos pocos pueden sobrellevar, no sin lidiar con la
muerte y los demonios rondando en cualquier momento. Ozzy es Dios -perdonen mi
fanatismo, no me pidan reprimir algo que llevo desde los 11 años- y, a estas
alturas, negar su aporte al género que una inmensa minoría ama y defiende a
muerte, no tiene sentido cuando hay hambre de caos y Rock n' Roll.
Escrito por: Claudio Miranda
Fotos por: Ross Halfin
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