Evolución.
Una palabra que en terrenos como el Metal, se siente más como una pulga en la
oreja que una necesidad natural. Y de quienes se atreven a dar ese paso, pocos
pueden decir que salieron airosos, porque aquello implica creer en tu estilo
sin depender de lo que dictaminen los fans. Bien lo sabe Metallica, un ejemplo
recurrente y fiel de lo que implica ascender al siguiente nivel, a pesar de la
reticencia por parte de sus fans más duros, los mismos que jamás se recuperaron
de tamaña "traición" a sus raíces underground.
La década del '90 fue especial, tanto para
quienes ya estaban en contacto con el Metal desde la década anterior como para
quienes éramos niños y nos iniciábamos en este género musical. Pantera le
proporcionó al estilo una reinvención necesaria y urgente. Y al alero de los
vaqueros infernales nos encontramos con una agrupación que también encarnó los
valores del Metal sin apellidos ni aditivos externos. Una banda liderada,
curiosamente, por un sobreviviente de la generación Thrash de los tardíos '80 y
que supo ver a su alrededor lo que estaba pasando para dar el siguiente golpe.
Para el guitarrista Robb Flynn, la década del
'90 comenzaba con la disolución de su banda Vio-Lence, una banda revelación del
Thrash de fines de la década anterior, pero que se quedó en el camino, relegada
a la categoría de culto para los puristas del género. Judas Priest le rebanaba
el cuello a todo el mundo con "Painkiller" (1990) y Pantera afianzaba su
firma a fuego con un par de trabajos que se convertirían en clásicos inmediatos.
Ante el panorama en cuestión, Flynn asume la urgencia de los tiempos y Machine
Head adquiría forma inmediata gracias a su fórmula arraigada en la unión del
groove de Pantera y el Thrash de Slayer.
Si acaso hubiera que definir la identidad de
Machine Head en su peak, "Burn My Eyes" (1994) gana por goleada. Un debut
soberbio en toda su forma, contundente en su producción y el fiel reflejo de un
género que la tuvo clara sobre el camino a tomar durante una década de
turbulencias y cambios cuya necesidad era irrebatible. Contrario a toda
expectativa desde afuera, la ferocidad del Thrash Metal adquiría una segunda
juventud que pilló ‘volando bajo’ a toda una generación que se debatía entre la
reivindicación setentera del grunge y la bestialidad sanguinaria del Death
Metal. Y Machine Head apareció en el momento indicado para poner (des)orden.
A la prodigiosa mente creativa de Robb Flynn,
se sumaron los aportes del guitarrista Logan Mader –músico con breve paso
posterior por Soulfly y productor de
renombre cuyo currículum incluye a Fear Factory, Gojira, Divine Heresy,
Septicflesh… ufff!!-, el bajista Adam Duce y el baterista Chris Kontos. Con la
alineación formada u afiatada en todos sus engranajes, “Burn My Eyes” tomó vida
y forma como una placa destinada a elevarse a lo alto del olimpo metalero de
los ’90, sin renegar en absoluto de las influencias de la década anterior.
Metallica, Slayer y, sobretodo, Exodus, estaban presentes en el ADN de una
agrupación que se la jugó por preservar los valores de un género que, contrario
a lo que pregonan los libros de historia, trascendió mucho más allá de su ‘era
dorada’.
Un sonido demoledor y un espectáculo que
destilaba salvajismo y locura a chorros, conectando el espíritu de la ‘vieja
escuela’ con la modernidad propia de un género que jamás dudó en dar el paso
adelante. Necesario sumar la ambición creativa con que Robb Flynn concibió a
Machine Head: un despliegue de furia devastadora que, al mismo tiempo, daba
espacio a una infinidad de posibilidades musicales. Y “Burn My Eyes” -bajo la supervisión del productor Colin Richardson- resume en
menos de una hora el sello de una agrupación que se enfocó en componer y tocar
buena música sin necesidad de competir con nadie más que sí mismos. Y, por supuesto,
acá podemos hablar de riffs para el fan más exigente.
El redoble con que Chris Kontos –señor del
doble pedal, DON baterista- abre la inicial “Davidian” -, una marca registrada
como la tempestad sonora con que la música esparce mortandad y violencia por
igual. Un himno inmediato y la muestra irrefutable de cómo Machine Head debuta
goleando. Guitarras acojonantes, una batería potente que hace y deshace sin
perder su enfoque, y un Robb Flynn que, además de componer riffs de alta
factura, se despacha un trabajo vocal de la puta madre, muy al estilo de lo que
Max Cavalera y Phil Anselmo estampaban durante toda una década. “Let
freedom ring with a shotgun blast!”, hasta el infinito ese coro con que
el Metal en todas sus ramas respiraba nuevos aires sin perder la rabia
primigenia del estilo. Por otro lado, los solos de Logan Mader parecen estar
hechos con las bolas, sin perder el control y provocando una hemorragia profunda.
Inicio matador e inmortal, seguido por el single “Old”, otro clásico que surge
y descuella por sí mismo. Comienzo tremebundo, desarrollo adictivo y final
caótico. Sobran las palabras ante tamaña muestra de calidad y actitud.
La
agresividad inherente de “A Thousand Lies” se hermana con la lentitud sofocante
de “None But My Own”, ambas construyendo una muralla de sonido a prueba de
todo. Una bestia en los tarros Chris Kontos, un tipo que domina el instrumento
con precisión quirúrgica y fuerza inhumana, pero siempre aportando a la música,
como pasa en “The Rage To Overcome”, mientras el bajista Adam Duce se encarga
de la solidez con que las bajas frecuencias proporcionan la musculatura
necesaria al sonido ya clásico de Machine Head. Respecto a eso último, “Death
Church” barre con toda duda existente y por haber respecto al sello inconfundible
de los californianos, gracias a su dominio de la velocidad en favor del muro
guitarrero con que la música avanza peligrosamente, a paso firme y sin mirar
atrás.
“A
Nation On Fire”, al igual las anteriores “None But My Own” y “Death Church”,
denota la inclinación por los pasajes lentos y atmósféricos al comienzo de
ciertos tracks, dando paso a la colosal labor de Flynn y Mader como
encargados del fuego sonoro de Machine Head en su mejor forma, mientras
la dupla rítmica Kontos y Duce se jacta de la impresionante madurez con que “Burn
My Eyes”, en su totalidad, se erige como placa atemporal y vigente hasta hoy. ¿O
acaso alguien se atrevería a decir que “Blood for Blood” suena ‘añeja’ y ‘pasada
de moda’? Yo no diría eso ni en broma, porque el 8vo corte del álbum consiste en
un ejercicio de brutalidad y frenesí hasta la médula, un castigo para quienes creen que todo esta dicho y ya nada sorprende. Y si hablamos de
categoría, aquí hay por toneladas.
Matices de oscuridad como los que hay en “I’m Your God Now”, recrean sin
pelos en la lengua una serie de temáticas reales como las adicciones, el abuso
físico y mental, el lucro de la religión y todo conflicto social en cuestión.
Respecto a lo último, las consecuencias de los disturbios de Los Angeles (1992)
–un jurado absolvió a cuatro policías blancos que propinaron una paliza a un
taxista negro, habiendo registros de video que los incriminaban- sería un golpe
bajo al orgullo de un país supuestamente “libre” para todos. Y es ahí en que la
instrumental “Real Eyes, Realize, Real Lies”, con samples de grabaciones
policiales de fondo, provoca un daño tremendo a la doble moral de la sociedad
estadounidense. Machine Head es mucho más que música y “Burn My Eyes” es una
Declaración de Principios en toda su extensión.
Para el final, “Block” se mueve como una araña
colgando en su telaraña, acechando a su presa y devorándola sin piedad. Apoteósico,
catártico, golpeando duro como la vida. Imposible no mencionar nuevamente el
desempeño de Chris Kontos, un baterista criminalmente mirado en menos y de los
más dotados a nivel técnico y creativo, a la altura de Dave Lombardo, Vinnie
Paul, Raymond Herrera y Gene Hoglan, por nombrar un puñado de ‘pesos pesados’. Cierre
perfecto para un trabajo sin puntos bajos ni fisuras. Visceral y rabioso hasta
el tuétano, genuino en su mensaje y honesto sin caer en la demagogia. Increíble
que, luego de un cuarto de siglo, “Burn My Eyes” siga ardiendo, y con más
fuerza que nunca. Un fuego que provoca daño y, al mismo tiempo, señala el camino a tomar en medio de la oscuridad.
Escrito por: Claudio Miranda
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