Cuentan las crónicas que en las cantinas del Lejano Oeste -al menos eso es lo que nos muestran las películas de western-, había un cartel que decía "no disparen al pianista". El pianista era el encargado de mantener el ambiente ameno en el lugar y a través de su instrumento, amansaba a las fieras con la tradicional "Oh, Susanna", mientras los comensales se dedicaban a beber y vociferar entre sus acompañantes. Obviamente, el dueño del "Saloon" era un tipo mal carado y premunido con pistola en cinturón, por lo que nadie era capaz de darle cara y era más simple emprenderla contra el pobre sujeto que le daba las teclas a puro sudor.
De pronto, queda la grande y de los puños pasamos de una a las balas. El pianista debe lidiar con las balas silbando a centímetros de su integridad, y de seguró le llegará una en forma intencional. Parece insólito porque el pobre sujeto se limita a hacer su trabajo, pero la idea es hallar un responsable. O como suele decir mi madre, echarle la culpa al empedrado. ¿Y qué pasa cuando la bala le llega al pianista? Simplemente, se acaba la fiesta y de la diversión pasamos a un clima de violencia que sólo se resuelve cuando el más fuerte -o el más vivo- sobrevive a la lluvia de plomo de turno.
El fin de semana pasado resume una analogía quizás nada nueva, pero vigente al menos en este Chile que desnuda su pobreza cultural a veces de manera descarada, casi mostrando la hilacha. Como ocurrió el sábado en la nueva edición del Santiago Metal Fest en el Teatro Cariola, donde además de la vergonzosa organización por parte de los encargados del evento, dejamos en evidencia el nivel de ordinariez con que el grupo Origin dejó nuestro país. Una botella de vidrio que un pelotudo arrojó al escenario, a lo mejor creyendo que estábamos en 1995, año en que la famosa "tradición" del escupitajo como "muestra de cariño" hacia nuestros ídolos -Monsters Of Rock, alta muestra de un Chile desatado después de 17 años de oscuridad y represión- hablaba bastante de la cultura local. Por supuesto, los norteamericanos no aguantaron tamaña imbecilidad y su presentación duró la nada misma. Lindo recuerdo se llevaron de este país tapado en simios con aires de jaguar. Ahí el pianista no aguantó la falta de respeto e hizo lo que tenía que hacer, por dignidad (¿les suena esa palabra?)
Si la jornada sabatina estuvo marcada por el repudiable acto en cuestión -con complicidad de una producción negligente en cuanto a seguridad, las cosas como son- el domingo terminó pintando para desastre, partiendo por lo extramusical: el clásico Colo Colo-U. Católica -con victoria parcial para los cruzados por 2-0-, suspendido a partir del minuto 75' por culpa de un delincuente autodenominado "hincha" que arrojó pirotecnia a la cancha, alcanzando casi de lleno a un jugador alboen la cancha, mientras el juego trataba de desarrollarse con normalidad. Insólito: un "hincha" que termina agrediendo a un jugador de SU equipo y con el marcador abajo. El pianista salió herido y la fiesta se acabó por culpa de los desubicados de siempre.
Mientras en el Monumental se jugaba un partido tenso -pese a que no hubo hinchada visitante en Pedreros-, a esa hora en La Florida el estadio Bicentenario empezaba a vivir una fiesta que debió terminar como tal y no lo contrario. La Polla Records, quizás la banda más importante y querida del punk en habla hispana, anunció unos meses su regreso a Chile y el lugar en cuestión sería el estadio Bicentenario, con un cartel compuesto por nombres de peso dentro del género, a nivel local e internacional. Y más allá del género y las etiquetas en cuestión, quedó en manifiesto lo transversal de su público: rockeros, metaleros y punkies, todos unidos en torno a lo que proyectan los españoles a través de un mensaje vigente en todo el mundo, sobretodo en este Chile del despertar social y el estallido de octubre del año pasado.
Sería la aparición de la banda liderada por el entrañable Evaristo la que desata el carnaval punk, aunque en los accesos del recinto la cosa se torna complicada: para evitar la avalancha y una posible catástrofe, la productora decide abrir los accesos de manera gratuita. La seguridad es mínima y así como hubo gente que pagó su ticket y viajó desde todos los rincones del pais para este evento histórico, también hubo la que ingresó gratis, celebrando y jactándose de su "viveza callejera", porque pagar es 'pa los giles'. Da igual qué estilo artístico les guste si el nivel de imbecilidad en estos personajes puede más que el criterio, lo que termina distorsionando el verdadero significado de un estilo rebelde y contestatario por naturaleza.
Media hora iniciada la presentación de los españoles, la fiesta va subiendo de tono, con el público tomándose el escenario. Una postal de lujo al principio, pero que tardaría la nada en tonarse un desastre. Una invasión escudada en la protesta sin censura del punk como revolución, a lo mejor tratando de emular la historia del mítico concierto de Ramones en Londres en 1977, cuando una fanaticada descontrolada terminó arrojando sillas al final del show de los neoyorkinos. 1977, más de 40 años. En esa época era entendible lo que provocaba la música, el puñete e los tres acordes, el acelerador hasta el fondo y el sarcasmo dirigido hacia el status quo. Aquí en Chile, está claro que se tiende a confundir la autogestión y la 'Vieja Escuela' con la violencia y la falta de respeto. Y en ese sentido, el estilo da igual cuando la estupidez es universal. Con algunos de estos "valientes" apropiándose de equipo ajeno, encaramándose en los fierros del escenario o aprovechando el tumulto para abusar de las mujeres presentes con toqueteos y otras prácticas poco decorosa, imposible justificar lo injustificable.
Imposible no recordar lo que pasó en Doom (2015), una tragedia que dejó 5 muertos, un trauma para la propia banda británica y, peor aún, una serie de funas en Internet hacia quienes no tenían nada que ver en esto. Funas publicadas por una legión de "eruditos" que prefirieron culpar al pianista por sus propios cagazos en vez de tener la hidalguía de asumirlos como corresponde. Es cierto, la productora tuvo responsabilidad por el nulo proceder de la seguridad esa noche fatal, pero también quedó probado la cantidad de "antisistemas" que terminan dando de comer al propio sistema, adjunto el hecho de que la música en vivo es un lujo en estos tiempos y no una necesidad. Pero claro, estamos tapados en genios con Smartphone que creen que el artista debe estar a la parada del público. !Qué tristes somos!
No vamos a ahondar ni repasar otros hechos de esta naturaleza, pero el nivel cultural de Chile en pleno 2020 dista poco y nada de la mentalidad de 1992, cuando Kreator alcanzó a tocar menos de 30' en el Estadio Chile y, más que sabido, Iron Maiden no pudo ingresar al país por ser un conjunto "satánico". Cualquiera que sea el caso, el perjudicado es el pianista, el hombre que le da a la cantina la cuota necesaria de alegría mientras disfrutamos de esos destilados después de un día pesadísimo. Y tal como hace hartos años, Chile sigue siendo como el Viejo Oeste de las películas de vaqueros; un lugar aislado de la civilización y sin ley que valga, donde rige la violencia como solución a todo conflicto. Y en Chile, el pianista parece que tendrá que dedicarse a otra cosa en este paisaje hóstil y poco respetuoso con sus hijos.
Escrito por: Claudio Miranda
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