Drug Church en Chile: Comunidad, resistencia y cariño

Hace tiempo que el hardcore punk dejó de ser una rareza o un capricho de nicho para el público chileno. En los últimos años, la agenda de conciertos ligados al género —y sus múltiples derivaciones— ha crecido de forma notable, alimentada tanto por el esfuerzo de productoras independientes como por el interés genuino de una audiencia que ha madurado junto con la escena. Lo que antes parecía un lujo, hoy es parte de una constancia que sorprende y entusiasma: bandas internacionales que hace una década ni soñábamos ver en vivo, hoy agendan fechas en Santiago como parte habitual de sus giras por Latinoamérica.

Una parte importante de ese cambio tiene que ver con el alcance global de las plataformas digitales, que permiten a los músicos medir su impacto real más allá de sus fronteras. Pero el otro factor —quizás el más importante— es el compromiso de las productoras locales que, asumiendo los riesgos económicos y logísticos, deciden organizar estos eventos movidas por el amor a la música más que por la expectativa de obtener grandes dividendos. Shows que a menudo se montan más por el deseo de traer un pedazo de la escena global al circuito local, que por una ecuación de ganancia. Y eso se siente. Lo sienten los fans. Lo sienten las bandas. Y se sintió con fuerza anoche, en el show de Drug Church en Club Ámbar.

La banda de Albany, Nueva York, venía precedida por una creciente atención internacional gracias a su mezcla tan peculiar de post-hardcore, punk melódico y letras cargadas de ironía y desencanto existencial. En Estados Unidos suelen aparecer como teloneros de otros actos más masivos, pero en Santiago tuvieron su momento estelar. Y lo aprovecharon al máximo.

La velada comenzó temprano, con dos bandas locales que supieron marcar la pauta del espectáculo desde ángulos distintos pero complementarios. Talking Props abrió la jornada ante un público reducido, pero entregado. Con un sonido claro y sin fisuras, desplegaron un set de más de media hora basado en el hardcore punk melódico, con guitarras veloces, arreglos directos al hueso y una voz ronca que recordó por momentos a clásicos como Hot Water Music o Lifetime. Aunque el estilo no reinventó la rueda, sí ejecutaron con solvencia una fórmula que conocen bien. Uno de los puntos más altos de su presentación fue un cover de “Shed” de Title Fight, que generó una reacción inmediata en quienes ya comenzaban a agruparse frente al escenario. Fue una introducción honesta, enérgica, que abrió el apetito sin intentar robar protagonismo.

Luego vino Ariete, y ahí la temperatura subió un par de grados. La banda local, ya con un nombre ganado dentro del circuito, trajo a la cancha un sonido mucho más pesado, cercano al hardcore moderno con tintes de metal y breakdowns diseñados para destruir cuellos. Con reminiscencias a The Ghost Inside, Stick To Your Guns o incluso Deez Nuts, Ariete logró congregar a su público más fiel, que no tardó en formar los primeros mosh pits y subir al escenario para sumarse a los cánticos y tomar el micrófono como si fueran un integrante más de la banda. Lo emotivo de su presentación se amplificó cuando anunciaron que era el último show con su baterista, a quien despidieron en medio de abrazos y aplausos, generando una sensación de comunidad real. Uno de esos momentos donde se entiende que más allá de la música, la escena también es un espacio de afectos y ritos compartidos.

Y entonces llegó el plato fuerte de la noche: Drug Church.

Con puntualidad casi obsesiva, el quinteto neoyorkino subió al escenario sin rodeos. Nada de introducciones extensas ni poses. Apenas unas miradas entre los miembros y una ráfaga inicial que dejó claro que estaban ahí para dejarlo todo. Con Patrick Kindlon al frente —tan carismático como impredecible—, la banda desplegó un set que osciló entre la furia catártica del hardcore y la introspección melódica de su costado más alternativo.

El público, que al comienzo parecía algo tímido, se dejó arrastrar por la intensidad de la banda apenas sonaron los primeros acordes de “Grubby”. Kindlon, con su particular estilo entre el spoken word rabioso y el frontman clásico, no tardó en exigir una entrega total: “No estamos aquí para hacerlos pasar un rato tranquilo. Esto es para que vuelen”, dijo antes de que los stage dives comenzaran a multiplicarse. Y vaya si lo hicieron: hubo saltos desde el escenario en casi todas las canciones, incluyendo a miembros del staff, técnicos y fans por igual.

Entre los temas que más desataron al público estuvieron “Weed Pin”, “Unlicensed Hall Monitor”, “Tiresome” y por supuesto “World Impact”, con la que cerraron una actuación que, más que un concierto, fue una ceremonia compartida entre banda y audiencia. Una comunión intensa, física, sudorosa, donde incluso cuando los equipos se caían —literalmente—, la banda seguía alentando a que la fiesta no parara. En un momento, tras un stage dive que desconectó parte de los instrumentos, Kindlon dijo: “Podemos seguir así. Seis minutos sin micrófono, no importa”, y se lanzó al público con los brazos abiertos, como en un gesto de abandono total a la experiencia.

Más allá de lo musical —que fue sólido, preciso, sin vacilaciones—, lo que quedó marcado fue la actitud. La entrega. La sinceridad. La sensación de que no vinieron a cumplir un contrato, sino a vivir algo único. Algo que Kindlon expresó al dirigirse al público para hablar sobre Chile: “Nos dijeron que era peligroso venir acá, que había que tener cuidado. Pero este es un país hermoso, con una energía increíble. No les crean a los que quieren asustarlos”, dijo antes de abrazar simbólicamente a la audiencia con un simple “gracias”.

Este tipo de noches son las que sostienen una escena. No por la cantidad de entradas vendidas, sino por la cantidad de corazones tocados. Por la emoción que genera ver a tu banda favorita en un lugar íntimo, donde podés gritarle las letras en la cara al vocalista, saltar desde el escenario sin que nadie te detenga, y sentir que —por una hora— el mundo se reduce a una sola cosa: estar ahí, dejarlo todo, y salir con el cuerpo molido pero el alma llena.

Drug Church en Club Ámbar fue, en definitiva, una muestra viva de que la escena hardcore en Chile no solo está viva, sino que late con fuerza, con sentido, con entrega. Gracias a quienes organizan estos shows con pasión, a las bandas locales que la sostienen día a día, y a un público que, aunque no siempre es numeroso, lo compensa con una devoción que no se puede medir en cifras. Porque esto —como quedó demostrado anoche— no es solo música: es comunidad, es resistencia, y es cariño.


Setlist   

Grubby

Avoidarama

World Impact

Fun's Over

Bliss Out

But Does it Work?

Slide 2 Me

Mad Care

Demolition Man

Unlicensed Guidance Counselor

Unlicensed Hall Monitor

Million Miles of Fun

Tillary

Myopic

Weed Pin


Reseña por René Canales

Fotos por Antonia Bisso

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