El Chileterror Fest abrió su primera jornada el sábado 6 de diciembre en el Teatro Caupolicán con una premisa clara: nada de espectáculos demasiado pulidos, nada de artificio, nada de modas pasajeras. Aquí mandaba el underground, ese que se sostiene en décadas de culto, cintas mal grabadas, mitología oscura y un público que vive estos encuentros como si estuviera entrando a un antiguo dominio secreto del metal extremo.
Desde temprano, el ambiente fuera del teatro era una declaración de principios: poleras de bandas impronunciables, indumentaria que parecía haber viajado directo desde algún sótano europeo de los 80’s, cerveza en mano como parte del uniforme, y conversaciones cruzadas sobre demos ocultos, viejos shows y expectativas que ya estaban al borde de la euforia. El Chileterror no buscaba seducir al mainstream: buscaba honrar la historia, convocar a quienes reconocen el metal extremo como una forma de vida y no como un espectáculo más.
Mayhemic: obreros del death thrash abriendo la jornada
La primera descarga llegó con Mayhemic, única banda local del día. Con un sonido crudo y embarrado —mala suerte habitual del que abre— la banda asumió la aspereza como parte del carácter de su presentación. Lejos de intimidarlos, la falta de claridad en la mezcla pareció impulsarlos a actuar con aún más ferocidad: auténticos obreros del death thrash, ejecutando con profesionalismo y una energía que dejó claro que estaban preparados para sostener el peso de abrir un festival de culto.
Aunque la cancha todavía no estaba repleta y el público reaccionó con mesura, la banda recibió la calidez de quienes reconocen la importancia de que Chile tenga representación en una jornada tan cargada de historia. No desentonaron. No se achicaron. Abrieron el camino con oficio.
E-Force: precisión quirúrgica en un set que no terminó de encender
El salto fue inmediato. Con Erick Forrest comandando E-Force, el nivel se disparó desde el primer segundo. Aquella aura mítica que rodea su paso por Voivod se sintió fuerte, casi imponente. Forrest interpretó la era noventera de su ex banda con una precisión quirúrgica, técnica y cerebral, repleta de detalles que los fanáticos más dedicados agradecieron.
Sin embargo, pese a la calidad del sonido y la ejecución, el espectáculo quedó algo plano. La puesta en escena contenida y la reacción igualmente quieta del público —más observación devocional que catarsis física— hicieron que el set se sintiera valioso, histórico, pero emocionalmente moderado. Un número correcto, respetado, pero sin la chispa que desata el descontrol.
Skeletal Remains: juventud demoledora y el mejor sonido de la noche
Si algo encendió definitivamente al Caupolicán, fue el debut largamente esperado de Skeletal Remains. Desde el primer golpe quedó claro: el mejor sonido de la noche, nítido, aplastante, demoledor. La banda, quizá el nombre más fuerte de la nueva generación del death metal norteamericano, ofreció un espectáculo sólido, preciso y brutal que arrastró al público a un estado de euforia inmediata.
Aquí no hubo pasividad: headbangs berserk, mosh pits infernales y una energía que se mantuvo encendida durante todo su repaso por una discografía intensa y de crecimiento sostenido. Skeletal Remains dejó el mensaje más claro posible: el futuro del género está en buenas manos, y no hay que temerle a la renovación. Salieron del escenario dejando una advertencia para todos los que vendrían después: esta noche no aceptaba medias tintas.
Triumph of Death: el cataclismo ritual
Si hay un momento que separa una simple jornada de conciertos de una experiencia que queda tatuada en la memoria colectiva, ese fue Triumph of Death. Lo que Tom G. Warrior trajo al Chileterror Fest no fue un homenaje común ni una recreación nostálgica: fue una resurrección histórica, un acto ceremonial que devolvió al presente la brutalidad fundacional de Hellhammer, ese proyecto que nació en sótanos húmedos, en grabaciones precarias, en riffs que parecían armas contundentes antes que música.
Para quienes crecimos escuchando esos demos casi ilegibles —grabaciones corroídas, saturadas, llenas de errores, pero cargadas de una violencia creativa que cambiaría para siempre la historia del metal extremo— lo vivido en el Caupolicán fue algo que va más allá de lo musical: fue espiritual.
Desde que Warrior pisó el escenario, la atmósfera mutó. No hubo presentación pomposa ni arenga innecesaria. Solo él, su guitarra y un acordazo inicial que cayó como un meteorito sobre el recinto. La elección de abrir con “The Third of the Storms” no fue casual: es un llamado, un estallido, una declaración de guerra. Y el público respondió como si hubiese estado esperando toda su vida ese momento. La cancha se transformó instantáneamente en una batalla campal: cuerpos girando en un vórtice que se abría y cerraba sin cesar, un mosh que parecía alimentarse de la energía primitiva que emergía desde el escenario.
Warrior tocaba con la solemnidad de alguien que conoce su legado, pero sin caer en grandilocuencias. No necesitaba hablar, no necesitaba performar; la sola presencia de ese hombre, creador de uno de los cimientos más importantes del metal extremo, bastaba para ordenar al público como si fuese un ejército bajo su mando.
Clásicos como “Massacra” o “Chainsaw” fueron más que canciones: fueron exorcismos, destellos arqueológicos traídos a la modernidad con una potencia que jamás hubiésemos imaginado décadas atrás. El sonido —firme, feroz, impecable— le dio justicia a riffs que históricamente conocimos deformados por el tiempo y las limitaciones técnicas de la época.
Hubo un instante, a medio set, en que se sintió que el Caupolicán había dejado de ser un teatro para transformarse en un templo oscuro, un espacio suspendido en el tiempo donde solo existían las pulsaciones del bajo, el aullido de los riffs y el mando ceremonial de Warrior. Cada pausa era un silencio expectante; cada reanudación, una detonación.
No es exagerado decir que Triumph of Death fue el punto cúlmine del día 1. Lo que se vivió ahí es de esos momentos que se comentarán años después:
“Yo estuve ahí cuando Hellhammer, por fin, sonó como debía sonar.”
Mayhem y el rito mayor: cuarenta años entre sombras, mito y sangre convertida en legado
Si Triumph of Death fue un ritual ancestral, lo de Mayhem fue una liturgia mayor, una misa negra que celebró cuarenta años de historia marcada por genialidad, tragedia, reinvención y un magnetismo oscuro que la banda jamás pidió, pero que les pertenece por derecho propio.
La entrada de Mayhem fue un quiebre total en la atmósfera: el aire se espesó, las luces se volvieron intencionalmente inhóspitas, los movimientos en el escenario parecían coreografiados por entidades invisibles. No era un grupo saliendo a tocar: era un cónclave. Una reunión de sombras que venía a recordar que el black metal no es solo un género musical, sino un imaginario, una herida, un símbolo cultural.
Attila Csihar estuvo en estado de trance desde el primer segundo. Su presencia es un fenómeno escénico difícil de explicar: más chamán que vocalista, más espectro que frontman. Su voz, un registro entre lo gutural, lo operático y lo ceremonial, marcó un recorrido que abarcó todas las eras de la banda. En su interpretación conviven coros deformados, cantos fúnebres, gritos desgarrados y susurros de ultramundo. Su cuerpo, envuelto a veces en telas, a veces en penumbras, parecía no habitar del todo el plano físico.
El resto de la banda—siempre precisos, siempre musculares en su ejecución—soportó con solidez la carga histórica de celebrarlo todo: la era antigua, la era del caos, la era de la consolidación, la era contemporánea.
Mayhem no tocaba canciones: invocaba capítulos completos de su propio mito. Pero entonces llegó el momento:
Manheim y Messiah, miembros originales, subieron al escenario. Un instante que convirtió el teatro entero en un punto de quiebre emocional. No estaban solo reviviendo algo: estaban restituyendo una parte de la historia que muchos creían perdida en el tiempo.
Y lo que vino fue indescriptible: “Deathcrush” tocado en su totalidad.
La reacción fue inmediata, visceral, eléctrica. El Caupolicán explotó en un grito colectivo. No era nostalgia. No era fanservice. Era como ver a las figuras de un mito descender para reinterpretar las escrituras sagradas del black metal en vivo y en tiempo real.
La atmósfera cambió otra vez: acá no había solo culto al pasado; había celebración de la vigencia, del movimiento perpetuo de una banda que, pese a su turbulencia, nunca se rindió a la inercia ni a su propio fantasma. Mayhem ha mutado, ha sobrevivido a lo imposible, ha cargado con muertes, incendios, condenas, exilios y polémicas. Y sin embargo, en 2025, siguen sonando como una entidad que respira, sangra, se reconfigura y mantiene su poder intacto.
El cierre del set fue una síntesis perfecta: Mayhem no vino a recitar su historia. Vino a demostrar que sigue viva.
Y que su legado es demasiado grande para caber solo en los libros, en los documentales o en la imaginería popular. Hay que verlo. Hay que sentirlo. Hay que vivirlo.
Un festival que devolvió el alma al metal extremo en Chile
El día 1 del Chileterror Fest fue más que una suma de buenos shows: fue una declaración, un golpe sobre la mesa, una demostración de que la escena extrema sigue viva, feroz y profundamente conectada con su historia y su público. La apuesta por el under no solo funcionó: recordó por qué estos festivales eran, y deben seguir siendo, parte del ADN del metal chileno.
Hubo tributo, hubo culto, hubo técnica, hubo juventud, hubo leyenda.
Hubo metal extremo en su estado más puro.
Si la segunda jornada aspira a estar a la altura, tendrá que estar preparada para enfrentar un legado que, con solo un día, ya quedó marcado como uno de los momentos más intensos del año para la música pesada en Chile.


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